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Artículo publicado por Marta Moleón (La Razón) 06.10.19

En las películas de Helena Taberna la vida y la muerte nacen en el mismo lugar. Esta directora y guionista navarra lleva diecinueve años encontrando en la belleza de lo cotidiano y en la humildad del género documental la inspiración suficiente para la creación de historias con techo y comida que hablan de todo y de todos. Después de profundizar en la sordidez del funcionamiento de las sectas con su película «Acantilado», la cofundadora de CIMA (Asociación de mujeres cineastas y de medios audiovisuales) se mete ahora en el mar de Lesbos para acercar, más que la cara melodramática de la situación social de los refugiados, la esperanza que subyace durante el estado permanente de espera. Charlamos con ella sobre la anestesia de la clase política, la necesidad de humanizarnos y la función del intelectual en los procesos migratorios. Lo hacemos de igual a igual, que es como asegura, «se debe mirar siempre».

–En su trabajo siempre pone el foco sobre los agentes más vulnerables de la sociedad. ¿Esto responde a un propósito o es mera coincidencia?

–Creo que no se trata de algo buscado. Siempre he rechazo todo aquello que podemos relacionar con el «buenismo» o resultar «panfletario». Creo en el cine como elemento poético y me gusta mostrar a un ser humano poliédrico en mis cintas. Con todas sus luces y sus sombras. Le abro las puertas al espectador considerando que su inteligencia y sensibilidad son mucho más grandes que la que puedas tener tú como conductora de esas emociones y esas historias. Me interesan muchísimas cosas de la vida y algunas las miro de cerca y digo: esto es cine. Hacer las películas que he querido hacer (a pesar de que a veces el presupuesto no fuera demasiado boyante) me ha convertido en una mujer muy libre.

–Rodar en un campo de refugiados ha tenido que ser una experiencia difícil de digerir emocionalmente…

–Ha sido un proceso muy hermoso. Desde el principio tuve claro que quería contar una historia de personajes sobre la cotidianidad. No quería ahondar en la explotación del melodrama, sino contar a través de las imágenes cómo sobrevive un ser humano en ese estado tan terrible que es el de la espera. En las películas ambientadas en las cárceles, los presos van tachando del calendario los días que les quedan, pero para esta gente la única condena es el tiempo. Agnès Varda, a la que admiraba profundamente, decía que los directores debían transitar de vez en cuando por el género documental porque éste te enseña humildad. Y yo me he dado cuenta de que a la hora de entrar en las vidas de estos seres humanos no puedes hacerlo a través de un «corta y acción», sino que tienes que poner en práctica un ejercicio de humanización que, hoy en día, parece que cuesta encontrar.

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